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Foto del escritorAl Día Suroeste

Miércoles de Ceniza -Cuento-

Imágenes religiosas
Santoral de la Señora Anta. El Guarengue

Por Julio César Uribe Hermocillo

La señora Anta se murió sin saber quién era esa santa antigua, adusta, atractiva y desafiante, que ni siquiera la miraba -como sí lo hacían sus demás santos- desde aquel cuadro de marco basto y vidrio opaco, cuyo tamaño no era más grande que un pañuelo de los que cabían doblados y planchados en el bolsillo trasero de los pantalones de dril que los hombres usaban para ir a misa los domingos. Santa Elena se llamaba. Al igual que la Mano Poderosa, San Martín de Porres, San Expedito y el Santo Eccehomo, el Ánima Sola y las Benditas Ánimas del Purgatorio, San Judas Tadeo, la Virgen del Carmen y San Antonio de Padua, aquella santa que no la miraba se recostaba contra una pared de la esquina del rincón más oscuro del cuarto de la señora Anta.


La señora Anta murió una mañana temprano, faltando ocho días para que terminara abril, el mismo mes en el que casi un siglo antes había nacido. Pero no el mismo día. Se murió un martes, en vez de un viernes; en ambos casos el día de los misterios dolorosos del rosario que ella solía murmullar cuando tenía problemas o cuando quería invocar venturas para su propio destino o para el de su progenie, hincada frente a aquel altar que todos los días limpiaba, no fuera a ser que la gracia divina se empañara o se escabullera, por obra de la mugre, a través de las rendijas.


Su cuarto, de no más de dos yardas de largo por dos varas de ancho, permanecía siempre en penumbras, iluminado apenas por el resplandor escaso y polvoriento de la luz del patio, que se colaba por las rendijas de las paredes de tablas; o por la vela o el quinqué hechizo con que ella aluzaba a sus santos cuando les iba a rezar para pedirles o agradecerles o reclamarles algo, o simplemente para hablar con ellos cuando no tenía otro interlocutor a la mano o cuando amanecía sin ganas de hablar con la familia o los vecinos o cuando no podía dormir o cuando se despertaba muy temprano.


Sus parientes decían que si uno quería saber algo de la vida de la señora Anta bastaba parar oreja en la pared exterior de su cuarto cuando ella estaba le estaba rezando o hablando a sus santos. Tan así era que fue de este modo como su nieta menor, la que todo el mundo decía que había heredado sus encantos, descubrió que la señora Anta tenía segundo nombre y ese nombre era María: Esperanza María. Lo descubrió aquel día en que la oyó diciéndole tocaya a una virgen que había puesto en el pesebre diminuto que había armado al lado de su atiborrado altar y pidiéndole que así como había salvado a su hijo de esos maldecidos romanos que estaban dispuestos a no dejarlo nacer, la salvara a ella de morir antes de que se acabara el año, pues quería vivir su última navidad y desearle a todos, por última vez, su feliz año nuevo; pero que, por favor, por lo que más quisiera -que ella sabía que era su hijito Jesucristo- tampoco la fuera a dejar tanto tiempo más; por mucho hasta la semana santa.


Y su tocaya María, la Virgen, le cumplió el deseo a la señora Anta. Tan puntualmente que la señora Anta se murió media hora antes de que en la iglesia empezara la procesión del Domingo de Ramos, que marcaba el final de la cuaresma e inauguraba la semana santa; después de cuarenta días con sus noches diciéndole a todo el mundo que ella no volvía ni siquiera a asomarse a la puerta de su casa hasta que no se le borrara la cruz de ceniza que en la frente le había trazado el pulgar diminuto del Padre Anglés, con un ímpetu que parecía más de incordio que de piedad o devoción; y con una fuerza tal que aquella cruz mal hecha le había quedado tatuada para siempre en su arrugada y pensativa frente, así solamente ella la viera, como le respondía todo el mundo cada vez que ella proclamaba que ahí la tenía y con los índices de sus dos manos les señalaba, frente al viejo y gastado espejo, y se quejaba y maldecía y maldecía y se quejaba y rezongaba, como lo hizo hasta el último viernes de la cuaresma, antevíspera del comienzo de la semana santa, cuando soñó que aquella cruz de ceniza finalmente de su frente desaparecía, y así mismo se lo contó a su nieta menor en la mañana del sábado, mientras le mostraba que todavía no, pero que ya casi, y mientras la nieta -que era la única que le seguía la corriente- le juraba que ella ya veía que aquella cruz casi que del todo se desvanecía y que, así las cosas, mañana domingo a la Procesión de Ramos ir juntas bien podrían.


Seis meses después de su muerte, cuando entre rosario y rosario, entre jaculatoria y jaculatoria, entre café y café, entre galleta y galleta, entre aguardiente y aguardiente, entre alabao y alabao, entre chiste y chanza, entre cigarrillo y cigarro, todo el mundo en la sala inmensa de la casa grande de la señora Anta añadía recuerdos a la charla; la nieta menor de la señora Anta pasó de grupo en grupo, contándole a todo el mundo que su abuela también le había contado, aquella mañana lluviosa de sábado, víspera del Domingo de Ramos con el que comenzaba la semana santa de aquel año, que además de la desaparición de la cruz de ceniza de su frente, la noche anterior había soñado que el pueblo entero, comenzando por la cabecera, se convertía en cenizas bajo las llamas de un incendio provocado por la maldición de un cura.


Cuando la nieta de la señora Anta estaba terminando de contarle la historia al último grupo, por la calle antes solitaria comenzó a pasar más gente de la cuenta y sus voces clamorosas repetían sin cesar la palabra incendio. Todos pensaron -aunque no lo dijeron, porque decirlo daba miedo- que al cielo de Quibdó también se lo estaban tragando las llamas.


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